Tomemos, por ejemplo, un simple paseo por el parque. Para un adulto, puede que no sea más que una actividad rutinaria, un medio para llegar del punto A al punto B. Pero para un niño, es una aventura esperando a desarrollarse. El susurro de las hojas en el viento se convierte en una sinfonía, el canto de los pájaros en un coro de amigos que hacen señas para tocar. Cada roca derribada y cada flor admirada provoca asombro y fascinación.
En los ojos de los niños hay una pureza de visión libre de prejuicios o ideas preconcebidas. Ven el mundo no como es, sino como podría ser: un lugar lleno de infinitas posibilidades y potencial ilimitado. Es una perspectiva que nos recuerda abrazar el momento presente, deleitarnos con la belleza del aquí y ahora.
Además, los niños poseen un sentido innato de asombro que les permite encontrar magia en las cosas más ordinarias. Una caja de cartón se convierte en una fortaleza, un palo en una espada, un charco en un portal a otro mundo. En su imaginación, lo mundano se transforma en extraordinario y el mundo está imbuido de una sensación de encanto que es muy fácil pasar por alto en la edad adulta.
Pero quizás lo más importante es que los niños nos recuerdan el poder de la simplicidad en un mundo que a menudo parece abrumadoramente complejo. Nos enseñan a encontrar alegría en las pequeñas cosas, a apreciar la belleza de las delicadas alas de una mariposa o la calidez de un día soleado. En su risa y su inocencia, nos ofrecen un vistazo a una realidad libre de las cargas de la edad adulta.
Aprenda de la sabiduría de los niños y esfuércese por ver el mundo a través de sus ojos, con asombro, curiosidad y una fe inquebrantable en la magia que nos rodea.